BABBIT
Las torres de Zenith se alzaban sobre la niebla matinal;
austeras torres de acero, cemento y piedra caliza, firmes como rocas y
delicadas como varillas de plata.
Caminé entre los solitarios y tristes escombros de una
ciudad ya muerta. Aquí y allá aparecían escombros de diferentes tamaños, y a
los lados de vez en cuando surgían soberbias columnas que delataban una eminente
grandeza pasada. Las sombras se escondían y volvían a aparecer, con un deje
siniestro que fomentaba una inquietud asfixiante. Sentías que el lugar te
espiaba, como un muerto cuya presencia misma te inspira culpabilidad. El
silencio era tal que se podía cortar con un cuchillo. De repente, se oyó un
sonido que rasgó la tensión del silencio. No miré a su dirección: la sequedad
del ruido delataba la caída de una piedra de más o menos poco tamaño. No
obstante, me preparé para que el atacante iniciase su mortal danza. En las
ruinas todavía existían numerosos demonios, de apariencia de una mujer de 18
años que te hacia señas para que fueses con ella. Si el incauto caía en la
trampa, rápidamente descubría el grotesco rostro del demonio, cuya descomunal
boca se abalanzaba sobre él, devorando su cuerpo en pocos segundos. Lo poco que
tarda un demonio en engullir un humano es de las pocas cosas que de ser vistas,
puede quitarte el estreñimiento durante varios meses. Volviendo al tema
inicial, sentía la presencia del demonio en mis cercanías, exactamente detrás
de una gran roca justo a mi derecha. El modo de lidiar con estos inoportunos
residía únicamente en ignorarles, ya que el demonio solo puede alimentarse de
tu carne si le abres tu alma. Hasta entonces conservara su artificial cara. No
obstante, es importante no realizar ningún movimiento busco, ya que acompañando
a los demonios suelen haber siempre una jauría de perros infernales que, aunque
ciegos, poseían un oído decente. Comencé a andar lentamente hacia una explanada
que se abría más adelante, con tan buena suerte que el olor a carne podrida
despisto a mis seguidores. Este olor es común augurio de la proximidad de un
ogro, el cual no te suele molestar si no invades su territorio. Comencé a
aligerar mi marcha para evitar encontrarme con el indeseable gigante, y
rápidamente llegue hasta mi objetivo. Seguidamente, busqué un lugar elevado
como un árbol para pasar la creciente noche. Encontré uno ideal muy poco
visible, por lo cual era idóneo. Preparé la cama en una rama, y comprobé por
última vez que no hubiese vecinos. Antes de acostarme, recordé lo que dijo mi
abuelo: “este mundo no acoge a los débiles”, y pensé que tenía razón.
Diego Rodríguez, 4º ESO
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